domingo, 29 de junio de 2008

episodio iv: el paraíso infernal

La atmósfera se sentía incendiaria. El calor era sofocante y aire era lo que menos necesitaban mis pulmones. El paisaje vestido de rojo se desenmarañaba hacia el horizonte y la brisa reducía a polvo los objetos que osaban levantarse, escaparse.


Mil cuerpos bañados en sudor y sangre se arrastraban por la tierra lacerante. Gemían por el dolor de su conciencia, ya que su cuerpo desmembrado no podía sentir más dolor. Estaban destrozados, mutilados, condenados. Sus almas eran negras y los arrastraban a cuestas. Un gramo de esperanza, semejante a una lágrima, escurría por sus rostros mientras sus amos se esforzaban por llegar a la parte más alta, cerca de donde me encontraba.


Aquí no había demonios, como muchos otros aseguran. No había engendros del mal, salvo por estos pobres e inmundos resquicios de hombre, condenados a sufrir los tormentos que ellos mismos se habían provocado. Parecían gusanos arrastrándose por negras carnes. No había gritos ni lamentos, solamente débiles murmullos que elevaban plegarias al cielo, mismas que al elevarse eran quemadas y esparcidas al viento. La escena era petrificante.


Miré a lo lejos y pude observar un río que atravesaba el lugar justo por el centro. Sus aguas eran turbias -casi negras-, mas brillaban más que el firmamento. Sangre cristalina que corría por el suelo, formaba hilillos a los costados, se quebraban hacia un lado y hacia otro, pero tarde o temprano regresaba al centro. De los cuerpos putrefactos que se hallaban a mi lado, pude notar que la sangre que les abandonaba, escurriendo hasta el suelo, se mezclaba con la tierra y se desplazaba hacia el cauce principal, formando en su camino varios arroyos de diferentes tamaños. Era un torrente de tormentos que no tendrían fin.


En este punto me di cuenta que era yo un espectador de una escena típica de Dante. Era yo como aquella ave que mirara el horizonte tratando de encontrar una presa que me devolviera el aliento, que me permitiese moverme y elevarme al viento. Era yo un simple eco, tratando de encontrar un camino que me llevase a cualquier parte, lejos de estos cuerpos putrefactos que no hacían más que mirarme. A lo lejos, cerca de donde me pareció que comenzaba el río, pude ver un edificio que se erguía como un gigante. Era una vieja iglesia tallada en piedra, cuyo enrejado se elevaba unos pocos metros del suelo. En la entrada principal, con una mano en el aire, una persona me invitaba a acercarme. No sabría decir quién era, sin embargo, comencé a moverme casi de forma automática.



He estado caminando rumbo a aquella iglesia desde entonces. A cada paso que doy, una sensación espantosa me hace temblar, a pesar de que me ha acompañado desde el primer instante. Al inicio logró detenerme casi por completo, cuando el primer paso que di generó un sonido similar a un crujir de dientes. Esa sensación tan extraña me hizo mirar hacia el suelo, justo debajo de mis zapatos, en donde descubrí que este cerro, al que todos estos pobres diablos quieren llegar, no es más que un montón de cadáveres compactados; son restos de cuerpos mutilados, pisoteados y amasados. Un par de ojos saliendo de un cráneo me miraron y suplicaron algo. Casi sin pensarlo, levanté mi pierna de nuevo y le asesté un golpe mortal, pedazos de su cuerpo saltaron por todos lados y mis piernas se llenaron de su sangre, misma que se mezcló con las otras tantas, productos de mis siguientes pasos.


Ese salvaje sentir se ha apoderado de mí desde entonces y me ha obligado a andar este camino tan horroroso. Con cada paso que doy, con cada crujir de dientes que escucho y con cada gota de sangre pegándose a mi cuerpo; me he estremecido a tal grado que casi caigo de rodillas al suelo. Pero ahora, varios kilómetros después de eso, tiemblo, pero sigo adelante. Ya casi puedo disfrutarle.


En un determinado momento, un brazo se aferra a una de mis piernas con gran fuerza. Medio cuerpo se levanta del suelo y trepa hasta mis rodillas. Puedo sentir su aliento y algo de su dolor, cuando me dice con gran esfuerzo:


-¡Ayúdame!… Yahvéh, ¡no me dejes sufrir este tormento!


Entonces, algunos más se levantan del suelo. Varias decenas de cuerpos se irguieron y se acercan a mí lentamente. Me miran con esos ojos con los que el cordero mira al carnicero. Están llorando lágrimas de sangre mientras extienden sus brazos hacia mi cuerpo.


-¡Sálvanos –dice uno de ellos-, si, sálvanos, sácanos de aquí Yahvéh!


-Mira, Yahvéh –dice uno al que le falta medio cuerpo-, mira y dime quién me ha hecho esto.


-No, Yahvéh, no te vayas. No nos dejes aquí desamparados.


-Yahvéh ¡Yahvéh, haz algo!


-¡No! –grita otro más, con una voz cavernosa y desconcertante-, este no es Yahvéh. Es tan solo uno de sus lacayos –y al decir esto se ha arrojado sobre mí, abriendo grande la boca y dejando escurrir saliva, con un gemido por delante y echando a todos al suelo-.


Se acerca a mí e introduce una de sus manos en su boca. Se arranca la carne de los dedos índice y medio, las falanges permanecen pegadas al cuerpo; puedo ver la sangre escurriendo por sus labios. Un brillo casi divino se apodera de cada gota y la hace destellar durante su trayectoria al suelo, formando delicadas líneas luminosas que parecieran escribir un mensaje en el aire.


Dando un grito ensordecedor, se acerca más y me sujeta por el cuello. Me siento petrificado, ninguno de mis brazos se atreve a responderme. Mirándome a los ojos me dice:


-Ve y dile a Yahvéh que ya hemos sufrido suficiente –mientras dice esto, levanta su brazo ensangrentado y apunta sus falanges hacia mis ojos, utilizándoles como si fuesen navajas-. Me quedaré con tus ojos mientras tanto, como garantía de tu cumplimiento.


-¡Quiere los ojos para él –grita otro más, levantándose, emanando una furia contagiosa-, los desea para encontrar el camino a la salvación! ¡Hacia la salvación de Yahvéh!


-¡Si –gritan los demás, partícipes de la euforia colectiva-, los ojos de Yahvéh son la salvación!


Dicho esto último, se ponen todos en pié, se lanzan contra nosotros y nos separan a fuerza de golpes. Caigo al suelo y mis ropas se empapan de esa pasta mal oliente. Al otro, le agarran y le despellejan con los dientes. Le arrancan los dedos, orejas, brazos y piernas. Le despedazan con una voracidad inhumana. La sangre… Todo aquí es sangre. Sangre y más sangre. Le devoran. Le asesinan. Le reducen a nada y luego le vomitan. En el suelo se forma una papilla rojiza, un caldo de repugnantes viseras. Gritan, todos gritan coléricos y aúllan al cielo. No puedo seguir observando. Me levanto y comienzo a correr tan rápido como puedo, aplastando cuanto músculo y hueso se atraviesa por mi camino.



Finalmente, he llegado hasta el río. Dolorosas punzadas en el cuerpo me han hecho detenerme. De forma extraña, no me siento agitado ni mucho menos sediento. Probablemente este río tenga más secretos de los que tengo en mente. Por otro lado, parece más tranquilo y callado de lo que había imaginado. Encuentro relajante mirar su débil corriente, casi hipnotizante. Debo seguir adelante.


Conforme me acerco a la iglesia –me encuentro a unos cuantos minutos quizás-, puedo darme cuenta de algo verdaderamente interesante. Poco a poco, y sin que lo hubiese notado antes, he dejado de aplastar miembros. En vez de ellos, una gruesa capa de arena cubre el lugar. Tengo la sensación de encontrarme en un oasis en medio de esta rojiza desolación. Ya casi he llegado.



Tal como si fuese parte de un sueño, ante a mi se encuentra aquel enrejado que rodea a este edificio siniestro. Gruesas barras de acero apuntando al cielo, con poco detalle -salvo puntas de lanza en los extremos-, me impiden el paso. No hay sangre aquí, sino finas capas de óxido que le dan un aspecto lúgubre a semejante artefacto. Aunque muy simple, resulta imponente a la vista, lo que me ha hecho pensar acerca del motivo de su existencia. ¿Quién podría necesitar una protección de este tipo, siendo que nadie parece desear entrar a este lugar? No hay una respuesta, solo una cálida brisa que acaricia mi cuerpo y me invita a entrar.


No hubo necesidad de darle la vuelta a semejante barrera. No había una entrada, por donde quiera que se le viera. Enorme y petrificante construcción, pero, si no hay forma de entrar ni salir, ¿para qué sirve esta malla? A decir verdad, tengo ahora la impresión de que esta pudiese ser más una jaula que una simple reja; puesta aquí, probablemente, para contener a la única persona capaz de acabar con todo y con todos, o bien, en el mejor de los casos, al único ser capaz de ayudarme a escapar de este lugar. Por otro lado, ¿pudiera ser, acaso, que fuese todo lo contrario? ¿Qué fuese yo el que estuviese dentro y no fuera? Solo hay una manera de averiguarlo y esta es pasando al otro lado.


Misteriosa o no, una reja como esta debe poder escalarse. No hay señales de que alguien lo haya hecho antes, pero tampoco las hay de que no pueda lograrse. Respiro profundamente, levanto mi pierna derecha y trato de colocarla sobre una de las barras horizontales. Con ella me apoyo y busco otro punto en donde pueda anclar mi pierna izquierda. Una y otra vez, repito la fórmula hasta que alcanzo la parte más alta. Puedo sentir el olor a hierro descompuesto en mis manos. Desde aquí, mirando hacia el montículo de cuerpos, puedo observar a aquellas desgracias atacándose, destrozándose uno al otro. Probablemente no se detengan hasta que queden todos reducidos a sangre. Comienzo mi descenso hacia la otra parte.


Una vez en el suelo, me doy vuelta y miro hacia la iglesia. La puerta de la entrada está abierta. Desde aquí puedo escuchar pasos en el interior, algunas voces –casi apagadas- y el crepitar de unas velas. Mi corazón late de forma violenta y la desesperación me invade, pero he avanzado bastante como para detenerme en este instante. Con pasos inciertos, me acerco lentamente y cruzo el umbral. En el interior, la oscuridad devora casi todo el inmueble; sin embargo, parado en el altar, iluminado por incontables velas, mi anfitrión me mira y extiende los brazos.


-Bienvenido a casa, Daniel –me dice-, no pensábamos comenzar sin ti.



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