lunes, 12 de noviembre de 2007

Episodio III: La garganta maldita

-Señor, hemos identificado al individuo –dice el oficial Rodríguez, mientras sostiene en su brazo derecho una carpeta con documentos-, ¿desea revisarlos ahora?


-Podría revisarlos ahora, o podría ir a casa con mi familia y cenar un buen trozo de pavo, ¿qué crees tú que debería de hacer? –fue la respuesta del detective Narváez, claramente molesto ante tan estúpida pregunta-.


-Señor, yo solo pensé que…


-¡Tú no piensas ni un instante! –interrumpe el detective, sin dignarse siquiera a mirarle-, deja los documentos en mi escritorio y desaparece.




El caso del asesino que se ha escapado del psiquiátrico se encuentra en la primera plana del diario que sostiene el detective. “Chiflado burla a la policía”, dice el titular. La prensa ha sido brutal en sus indagaciones y ha puesto en evidencia la incompetencia de las autoridades para manejar el caso. En dicho artículo, se menciona que la sociedad está indignada por la manera tan irresponsable con la que las autoridades han llevado cabo las investigaciones. Por si esto fuera poco, en Internet están circulando videos caseros con información del suceso, entrevistas a supuestos familiares y uno que otro sinvergüenza asegurando que ha visto al lunático a la vuelta de su hogar.


“Internet es un asco”, se dice así mismo, mientras dobla el periódico por la mitad y lo deja caer al suelo a un lado del escritorio; junto a éste, se encuentran apilados otros tantos de ediciones anteriores. Su oficina es un completo desorden, al igual que su vida. Los últimos dos años ha estado siguiendo el rastro de asesinos, ladrones y estafadores; hasta ahora no ha atrapado alguno. Su mujer lo abandonó desde entonces a causa de su irresponsabilidad familiar, además de haberlo encontrado en varias ocasiones con otras mujeres. A su mente viene el instante en el que el capitán Casares ha amenazado con despedirle: “¡Encuentras a ese hijo de puta o te dedicas a vender perros en la esquina!”, gritaba, mientras una vena palpitaba en su sien.


Durante unos segundos, el detective observa la carpeta que el oficial Rodríguez ha dejado en su escritorio. Está impecable y bien documentada. Estira un brazo hasta alcanzarla y la abre por la mitad. Comienza a pasar las hojas lentamente, analizando párrafos que ha elegido de forma aleatoria. Pensaba: “Este Rodríguez está muy cabrón, si no fuera porque…”, se detuvo cuando encontró un documento en donde se menciona el historial del homicida. El nombre es Daniel Fajardo, un joven de veintiséis años de edad proveniente de la ciudad de Mérida, Yucatán. Estudió en escuelas particulares y se graduó en medicina, había sido un excelente alumno con grandes expectativas. Un par de hospitales le habían ofrecido una beca para continuar sus estudios, esperando que al terminar se uniera a su gabinete. Al final, las rechazó todas. Hacía dos años que había desaparecido. En los documentos, entre un párrafo y otro, una imagen del susodicho -muy diferente a las fotografías del homicida- le hacía pensar que se trataba de otra persona. Había más información en las siguientes páginas, pero ninguna mencionaba algo acerca de los padres o la causa de la desaparición del muchacho. Estaba claro que tendría que viajar a la península si deseaba obtener las respuestas.




Para el detective, convencer a su jefe y organizar a su personal no había sido un problema, si tomamos en cuenta la gravedad del asunto, y pronto se encontraba pisando suelo yucateco, disfrutando del dulce aroma que se respira en la ciudad. Para sus pulmones, habituados al smog de la capital del país, este torrente de oxígeno le resultaba asfixiante, sin embargo, lo que más le consternaba era el paso del tiempo: todo parecía ocurrir más lento en este lugar. Se sentía estar dentro de un sueño.


Una vez que se encargó del hospedaje y alimentos, se dirigió a las oficinas administrativas de la Agencia Federal para abastecerse de información; lo que era de esperarse, nadie ahí sabía algo al respecto, salvo por la información contenida en los documentos enviados días antes a las oficinas centrales. De hecho, el detective ya sabía que esta situación se presentaría, lo que demostraba que ocurre en todo el país, de manera que su visita tan solo había sido parte del protocolo. Por lo contrario, si algo había sido diferente, fue su reacción ante esta situación: en otras ocasiones solía salir gritando y maldiciendo a la gente del gobierno; esta vez tomó sus cosas y salió a la calle sin decir una palabra. “Debe ser parte del hechizo de la ciudad, o parte del proceso de resignación”, pensó el detective y comenzó la investigación por su cuenta.


El primer lugar que visitó fue la Universidad, en donde lo recibieron sin ánimos y con pocas respuestas. Al parecer, varios meses antes de la desaparición de Daniel, sus padres habían salido de viaje por Europa, sin embargo, nunca se supo más acerca de ellos. Algunos colaboradores de la institución dijeron que debían estar recorriendo el estado en busca de su hijo. “Eso, si no están muertos”, fue lo que cruzó por la mente del agente Narváez. De cualquier forma, estaba claro que habría que dar con los padres para hallar al hijo.


Averiguar la ubicación de la casa de Daniel fue una tarea muy sencilla, cuando menos para alguien con los recursos con los que cuenta un agente del gobierno; esta era una enorme y bella residencia junto al mar. Nunca había estado tan cerca de la playa, cuando menos una que fuera de verdad. Al llegar, un extraño sabor a sal se instaló en su boca, alcanzó el rincón más oculto de su ser y le transportó al paraíso. Mil pensamientos le arrebataron la mente y le agasajaron el corazón, e irremediablemente se enamoró del mar. No había escuchado antes acerca de la costa yucateca y se ruborizó ante la idea de pasar un tiempo remojándose los pies.


Desprenderse del ritual hipnótico que ejercían las olas le llevó, cuando menos, un cuarto de hora, tras lo cual se dirigió al interior del inmueble. Estando ahí, recorrió las habitaciones por un lapso de dos horas, buscando pistas que pudieran revelarle la ubicación de los padres. Cuando hubo regresado al punto de partida con las manos vacías, concluyó que debía abrir su mente a otras posibilidades, si deseaba hallar las respuestas que precisaba. “Tal vez los padres no regresaron porque no hicieron el viaje”, cruzó por su mente, e inmediatamente después corrió hasta la habitación del matrimonio. Dos años habían transcurrido desde la última vez que se les vio, sin embargo, al detective le pareció que todo estaba en su sitio; incluso unos anteojos, muy gastados por la acción del tiempo y la humedad, con incrustaciones de diamante y rubí, aún se encontraban en la mesa de noche y fuera de su estuche. Fue justo al entrar al baño, en donde planeaba encontrar más objetos de uso personal, aparentemente olvidados, en donde notó, mediante el eco que perseguía a sus pasos, una estancia oculta debajo de la habitación. Era extraño pensar en que una casa de este tipo contara con un sótano, aunque la idea no le resultaba tan descabellada. Entonces, revisó todos los pasillos hasta dar con uno que tenía una vieja alfombra, tan acabada que podía notarse un aro de metal ligeramente por encima del nivel del suelo, que al quitarla puso a descubierto una gruesa puerta de madera. No cabía duda, nadie había entrado ahí hacía varias primaveras.


Levantar la puerta oculta requirió más esfuerzo del que se imaginaba. Un grito de horror pareció salir de los goznes al girar y se ahogó con un sonido grave e intenso, provocado al depositar el pesado artefacto a un lado, en el suelo. Dentro, una gruesa capa de arena cubría una placa de concreto. La entrada había sido cerrada muchos años atrás.


Decepcionado ante el fracaso de su búsqueda, el detective se dirigió a la habitación de Daniel pensando que algo en ella podría revelarle su siguiente pista. Esta recámara era amplia, ordenada y de diseño minimalista. Las blancas paredes ahora lucían extravagantes pinturas amorfas, a causa de una gruesa capa de moho que se extendía por la habitación. El mal olor era apenas soportable. Por un breve instante, su imaginación le hizo vislumbrar, a través de las intrincadas formas en la pared, la historia de su vida. En cierto momento, descubrió algo que no había notado la primera vez que estuvo en este lugar: el moho parecía emerger de una gruesa columna de concreto en un rincón de la habitación. Era casi imposible imaginar que esta columna fuera falsa, mas faltó solo un ligero jalón hacia fuera para que ésta misma se deslizara y colocara a un costado, dejando a la vista un agujero oscuro, en el suelo, del cual emergieron los aromas mismos del infierno. Con pesar en el corazón, el detective se llevó la mano a uno de los bolsillos del pantalón y sacó un pañuelo, que utilizó para cubrirse la nariz, mientras descendía poco a poco a través del portal recién descubierto.


El agujero en el suelo era la entrada al sótano, al que había que llegar bajando por una escalera estrecha formada con laja. Cada paso que daba lo sumergía en una oscuridad inexpugnable, restándole una cantidad considerable de valor. Una vez estando en la parte más baja, encendió un fósforo y descubrió una lámpara de aceite, colocada sobre una caja de madera a unos dos pasos de distancia. Tras encender la lámpara, echó una mirada a la estancia. En ese momento, un frío intenso subió por sus piernas y torso hasta alcanzar su alma, el cuerpo se le paralizó; lo que vio entonces fue una escena que recordaría el resto de su vida. A un lado, en el suelo, había tres esqueletos calcinados en posición fetal. A juzgar por el tamaño de los huesos, estos no tendrían más de quince años de edad. Se sentía olor a vómito, orina y sangre; conservados, probablemente, a causa del factor hermético de la habitación. Había ceniza por todas partes; cientos, talvez miles, de huellas en el suelo apuntaban en todas direcciones. En derredor suyo, había numerosas figuras, casi humanas, labradas en ceniza y sangre, que estaban en diversas poses alrededor de un altar, en el cual, sobre una base de concreto, colgaban dos cuerpos con el vientre abierto y sus miembros regados por el suelo. Un hombre y una mujer. Le había resultado difícil distinguir los sexos a causa de que los cuerpos habían sido cortados y marcados con fuego. La sangre se había esparcido por todos lados, como si fuera un trofeo, y había sido empleada para escribir una frase cerca de los pies, de la que apenas se podía leer:




“… el clamor de los puercos hará abrir las puertas del infierno…”




Pasó mucho tiempo antes de que el detective pudiera recobrar el aliento. Los siguientes instantes le parecieron formar parte de un sueño que duró una eternidad. Retrocedió lentamente y subió las escaleras hasta salir de ese infierno, lo que le hizo sentir que despertaba de una terrible pesadilla. Sentía el cuerpo bañado en sudor y su corazón latía violentamente. Sin detenerse a pensarlo, salió de la casa y se sentó en la arena, en donde tuvieron que pasar varias horas antes de que pudiera recobrar el control de su mente.


“Bastardo”, fue el pensamiento del agente cuando entró en conciencia de nuevo. Tomó su teléfono móvil y marcó el número del oficial Rodríguez.




-Diga señor –pregunta Rodríguez al contestar la llamada-, ¿en qué puedo ayudarle?


-El desgraciado no estaba solo allá dentro.


-No entiendo, ¿qué quiere decir con esto?


-En tu informe, mencionas que los guardias del psiquiátrico escuchaban gritos y tormentos –el detective hace una pausa tras decir esto-, ¿alguna vez alguien entró a la habitación?


-Nadie, señor. Todos tenían miedo.


-Imbéciles –dijo el detective más para sí mismo-. Regresa a esa casa de locos y pide que te lleven a la habitación de ese cabrón. Cuando estés ahí, busca huellas y toma muestras del suelo.


-No entiendo, señor –responde Rodríguez, aún más confundido-, ¿qué pretende demostrar?


-No ha sido el Diablo quien ha venido a buscarle, sino alguien de carne y hueso –fue la respuesta del detective, y tras decir esto cortó la llamada-.

1 comentario:

¿X? dijo...

Enhorabuena por tu forma de escribir! sabes atrapar al lector desde el primer momento y además, tu historia es muy buena, espero que la continues que veo que llevas un mes sin publicar, porque la historia es estupenda.
Saludos desde España!